viernes, marzo 02, 2007

LA VIVIENDA EN LA PREHISTORIA



Habían celebrado su rito de unión hacía una semana.
Después de los días previstos de celebración entre los respectivos clanes, cogieron sus pertenencias y los regalos que familiares y amigos les habían hecho y, despidiéndose de sus familias con la promesa de una pronta visita, echaron a andar hacia el este.

Sabían que en aquella dirección, y en un espacio equivalente al que se puede recorrer en quince días de viaje a pié, no vivía ningún clan.
Caminaron con alegría y decisión durante tres días y…..

Allí estaba aquel magnifico agujero, orientado al sur y cerca de un valle por donde serpenteaba un río cristalino que les serviría para beber, bañarse, pescar…. Además en sus orillas crecían abundantes arbustos de bayas diversas que en primavera les obsequiarían con sus dulces frutos.
Entraron en la cueva y les pareció suficientemente espaciosa. Había una sala central prácticamente circular y un poco mas adentro una sala algo menor que les vendría muy bien para almacenar grano, verduras y carnes secas para el invierno.
El agujero de entrada no era muy grande y ninguna de las dos salas de la cueva tenía otro orificio que les proporcionase luz pero, ambos estuvieron de acuerdo en que eso evitaría que osos o pequeñas alimañas se colasen en su cueva para saciar el hambre con lo que encontrasen en la sala de almacenamiento.
Además,  habitaban el valle conejos en abundancia y algunos herbívoros mayores que les permitirían, sin demasiado esfuerzo, incluir en su dieta carne con regularidad.
El Clan mas cercano, el de la familia de su hombre, estaba a tres días de viaje a pié. Lo suficientemente cerca para poder reunirse con regularidad pero también suficientemente lejos para que no hubiera problemas de injerencia entre ellos.
Arrancaron unos manojos de juncos de la orilla del río, barrieron con ellos el interior de la cueva y extendieron sus pieles de dormir. Se abrazaron y, regalándose su amor, hicieron suyo por primera vez aquel espacio.
Decidieron el lugar donde ardería el fuego de su joven clan, casi en medio de la gran sala circular, y colocaron allí grandes piedras en círculo.
Después salieron de nuevo de la cueva. Ella fue a buscar leña para encender por primera vez ese fuego que, si todo marchaba según lo previsto, no dejarían que se apagase jamás y el subió a la montaña a practicar el agujero que les serviría para que el humo del hogar tuviese una salida y no se acumulase dentro de la cueva.
Al cabo de una hora ella ya había puesto madera de varios tamaños en el centro de las piedras y había acumulado leña para una semana más a la entrada de la misma.
Miró hacia arriba y vio que su hombre todavía no había terminado la chimenea así que decidió coger su honda y ver si podía cazar algún conejo para la cena.
Cuando regresó,  encontró encendido el hogar y la gran olla de piedra que le había regalado su madre estaba sobre el fuego con agua y algunas verduras sobrantes de su corto viaje.
Le sonrió y, después de degollar al animal y guardar su sangre en un cuenco de madera, lo desnudó de su piel, lo troceó y lo echó en la olla. 
Guardó cuidadosamente la blanca piel en un rincón para empezar a curtirla al día siguiente. Se hacían buenas prendas de abrigo con la piel de los conejos.
Mientras esperaban que el guiso de conejo con verduras estuviese listo, cogieron el cuenco con la sangre del animal y en la pared en la que más hermosas brillaban las llamas de su hogar, pintaron, juntos, los símbolos de sus respectivos clanes.

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